domingo, 11 de diciembre de 2022

RESILENCIA


                                            


                                        
                     

Echo la mirada hacia atrás, recorriendo y repasando los dieciséis años vividos desde la adopción de mi hijo. Me paro a respirar en los momentos más difíciles y descanso en los momentos serenos, reflexiono acerca de mis decisiones, siendo consciente de que pude hacerlo mejor, pero lo hice lo mejor que pude.

Las primeras semanas, Said sufría de ansiedad por separación, apenas podía moverme de su lado o entraba en crisis. Por las noches, le acosaban terribles pesadillas y muchas noches tenía que dormir conmigo, y cuando dormía sólo, necesitaba una tenue luz, como un faro en su oscuridad.

Solía cantar en voz alta y mover su cabeza de izquierda a derecha a mucha velocidad para poder dormirse. Me producía mucha angustia verlo, pero sabía que a él le calmaba. Este movimiento estereotipado fue desapareciendo con el tiempo.

El idioma no supuso ningún problema, ya que, a los pocos meses de llegar, Said ya hablaba español. Llevábamos años entendiéndonos sin palabras, sólo con comunicación no verbal y amor, creamos en Marruecos nuestro propio lenguaje.

Al poco tiempo de llegar, me di cuenta de las dificultades que tenía al relacionarse con los demás. Apenas tenía habilidades sociales, sólo había aprendido a defenderse y a huir o esconderse ante los conflictos. Este fue uno de los grandes desafíos para él.

Desde su llegada, Said acudía a terapia cada semana con una psicóloga especialista en niños adoptados. Yo era muy consciente de la importancia de esta ayuda y la utilicé sin dudar desde el primer día. Mi hijo traía su mochila llena de carencias, pero sobre todo de heridas (rechazo, abandono, humillación, injusticia) que le marcarían de por vida. Aunque sabía que algunas serian difíciles de curar, por lo menos dejarían de sangrar y con el tiempo dolerían menos.

Los primeros años, Said tenía muchas crisis y ataques de ira que le sobrepasaban y no sabía gestionar. Recuerdo que lo único que le calmaba y le devolvía su frágil paz interior era abrazarle y coger su cara entre mis manos, para que me mirase a los ojos y me viese, mientras le decía: “Soy yo habibi (cariño), Mamá. Estoy aquí”. Esa frase se convirtió en nuestro bálsamo. Nuestro vínculo siempre nos salvó.


                                    





Los peores momentos de su adaptación fueron los vividos en el colegio, bueno los colegios, ya que estuvo en seis colegios en ocho años.

Como he dicho anteriormente, Said carecía de habilidades sociales, lo cual le dificultaba sus relaciones con el resto de los niños. No tenía la capacidad de dialogar, discutir o dar su opinión cuando algo no le gustaba o le hacía sentir mal. Nadie le había enseñado (en el orfanato primaba la ley del más fuerte o del sálvese quien pueda), por lo que cuando había un conflicto, lo resolvía con “las manos” o huía, así que la dinámica habitual era pelearse con los niños, destruir la clase o escaparse del colegio. 

Reconozco esto fue lo que más me costó gestionar, y a veces me sentía sola y sobrepasada, pero con la ayuda de la psicóloga y de mi familia, fuimos trabajando en ello, y con el tiempo Said aprendió a expresar sus emociones y sentimientos y a ser capaz de enfrentarse mejor a los conflictos.

Nunca me sentí arropada por ningún colegio, percibía que les “superaba” la situación y no sabían gestionarla, en lugar de empatizar con mi hijo y comprender de dónde venían sus actitudes y conductas, le reprendían, y lo expulsaban unos días como castigo. Algo inútil, poco constructivo y nada educativo para mí. De ahí mi decisión de ir sacándole de un colegio tras otro. Said nunca se llegó a sentir integrado en ningún colegio. Ojalá ningún niño adoptado tenga que vivir ese aislamiento e incomprensión.

El único colegio donde se sintió arropado y comprendido fue uno de enseñanza libre, pero no por los profesores ni la dirección, sino por sus compañeros. Había diversidad racial y los niños tenían mucha inteligencia emocional, fue un regalo para mi hijo. Muchos de ellos siguen teniendo una bella amistad con él.

Nuestro camino no ha sido fácil, pero cuando miro a mi hijo con sus veinticinco años, convertido en un hombre noble, empático y amable, solo puedo sentir gratitud por ser su madre. Es un superviviente, la pura definición de la resiliencia. 

No es perfecto, ninguno lo somos, pero es todo corazón, y para mi es lo que de verdad importa. 





2 comentarios:

  1. Enhorabuena a Laura y a Said por haber sido capaces de reconstruir una vida

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